¿Por qué los académicos deben comunicar?
“De qué nos sirve permanecer en nuestra torre de marfil mientras vemos cómo todo a nuestro alrededor se desmorona e incendia”.
En un artículo de “The New York Times” del año 2014, Ron Haskins, investigador del Brookings, un importante ‘think tank’ ubicado en Washington DC, señalaba que casi tres de cada cuatro programas del Gobierno Estadounidense destinados a ayudar a las personas tenían poco efecto sobre su bienestar.
Así, de acuerdo con el investigador, los dólares invertidos en estos programas habían sido malgastados, básicamente porque no fueron diseñados basados en evidencia. Si esto sucede en esas latitudes, ¿pueden siquiera imaginarse cuál debe ser la situación en nuestro país? Ahora bien, este problema ocurre porque existe una distancia, que a veces parece insalvable, entre la generación del conocimiento y su aplicación práctica. Este divorcio se vuelve palpable para todos cuando vemos a diario tanto el debate que involucra a la opinión pública, como el proceso de formulación de las políticas estatales. En tiempos de noticias falsas y de constantes crisis políticas, somos testigos de cómo las medias-verdades pululan por nuestras redes sociales, cómo los falsos profetas del saber se apropian de los medios de comunicaciónmasivos y aparecen innumerables veces en ellos y, finalmente, cómo la mayoría de la población cree una vez más en promesas que nunca se han cumplido.
No obstante, la verdadera pregunta que nos deberíamos responder es ¿dónde se encuentran los expertos? O, para ser más concretos, ¿por qué estos no dan un paso al frente y ayudan a informar sobre su especialidad a la mayoría? ¿Por qué no comunican lo que saben y, de paso, ayudan en la elaboración de políticas públicas de calidad?
Nosotros, los académicos –pertenezco finalmente a este gremio–, desarrollamos sin duda una labor fundamental; pero a veces nos cuesta mucho poder comunicarle convenientemente nuestro trabajo al resto de la sociedad. Es como si participásemos en una maratón, pero solo corriésemos los primeros 41 km. Publicamos un hermoso libro, pero no nos preocupamos necesariamente por lograr que su contenido sea claro y adecuado para todos. Nos conformamos con presentar este libro entre amigos, y volvernos respetables y citados por nuestros colegas. Pero en medio de estos trajines, olvidamos muchas veces ese último kilómetro. Y, sin embargo, es precisamente en ese último kilómetro –lograr que llegue a todos y que incida en las políticas públicas– donde se encuentra nuestra principal capacidad para generar cambios.
Los centros de investigación no pueden, por lo tanto, ser solo lugares de abstracción; sino que, en medio de una sociedad que cada día nos demanda con mayor urgencia, deben ser también espacios donde se prenda la chispa del cambio. Esos cambios basados en evidencia que exigía el académico en el artículo que mencioné anteriormente y que tanto se necesitan para llevar mayor bienestar a nuestros compatriotas. Me queda claro que no necesariamente hemos sido entrenados para esto y que nos cuesta sobremanera “vulgarizar” el conocimiento para que llegue a todos, en especial en formatos que no nos son amigables o cercanos. Ese decididamente es el reto. Porque, amigos, de qué nos sirve permanecer en nuestra torre de marfil mientras vemos cómo todo a nuestro alrededor se desmorona e incendia. Entendamos que las aulas pueden ser más grandes y nuestras responsabilidades mayores.
Y es que, al final del día, cada vez que un experto brinda información correcta o eleva el nivel del debate en un medio de comunicación, le estamos quitando el micrófono o las cámaras a un embustero. De eso también se trata.